En Cuclillas

Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar. Ya los ejércitos se cercan, las hordas (...)El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo. (Borges)

27.2.17

De fé y confianza


En 2006 fui a Cuba con un grupo de amigos muy querido. Un día, un chico se nos acercó, habló con nosotros y de repente empezó a formar parte del grupo. Tomamos mucho ron, reímos mucho, bailamos con mucha otra gente. Pasamos horas con él. Al acabar la noche nos acompañó a la casa donde dormíamos, empujó a Rubén y le quitó el bolso.

Grité muchísimo. Me acordé de mi padre, que nos ha educado en un estado de alerta casi permanente ante su propio miedo de que nos pasase algo malo. Sus consignas salieron a borbotones de mi cabeza en forma de un grito casi llanto. Tú grita, que salga la gente, decía siempre mi padre. Y grité socorro muchas veces. Pero lo único que podía pensar de manera constante, era en cómo había podido robarnos alguien con quien habíamos compartido casi un día entero. Cómo podía haber sido tan estúpida de fiarme de alguien que luego solo quería estafarme. Recuerdo especialmente que en varias ocasiones nos dio la mano para atravesar una parte del terreno. Pero él no quería ayudarme. Solo ganar mi confianza.

Hoy me gustaría gritar. Gritar mucho, para ver si se me quita la tristeza. Porque lo que siento hoy es que me han estafado, que me han robado una parte importante de mí, que me han engañado. Siento el mismo estupor que me recorrió el cuerpo cuando vi asombrada cómo asía el bolso, lo sacaba por la cabeza y echaba a correr. Me estaba robando mi confianza y dándome una lección que por lo visto, he vuelto a olvidar, la de que no se puede confiar en la gente.

Hoy a las diez de la mañana los tres concejales de izquierda independiente han dejado sus delegaciones. Han renunciado a ellas. Fue la decisión que votó mayoritariamente la asamblea del partido el jueves 2 de febrero. Y yo me siento triste y engañada.  Abrimos un proceso de participación para presentarse a las Primarias de Izquierda Independiente. Yo avalé a la que hasta el 21 de diciembre era nuestra compañera y nuestra concejala número cuatro. Yo firmé su proceso de entrada.  Ella decide irse del grupo municipal diciendo que se siente muy mal dentro de él. Jamás nos dice nada. Ni siquiera a mí. El problema es que no se va del todo. Se va, pero se queda. Quiere seguir siendo concejala delegada de cultura, seguir dentro del gobierno. A partir de ahora, las personas que la votamos, porque votamos a izquierda independiente, tenemos que hacer un ejercicio de fé y creer que ella sigue representando aquellos ideales por los que se presentó. Ella cree que debemos hacer ese ejercicio de fé, pero de qué manera confías ahora en quién presenta su dimisión sin ni siquiera  avisarlo, cómo estar segura de que sin una asamblea y una organización detrás, ella va a seguir representando los intereses de las personas que la votamos. Son dos posturas irreconciliables. De corazón, le deseo lo mejor en su vida, pero cuánto dolor ha levantado.

Pero hoy, por lo que quiero gritar es porque pienso en lo que le ha costado a Izquierda Independiente estar donde está. En ese trabajo ilusionante, en esos préstamos económicos personales. Un partido local que gana su credibilidad puerta a puerta. Vecino a vecina. Un partido que molesta mucho. Porque a fuerza de trabajo nos hemos hecho indispensables. Y eso al PSOE de siempre, al PSOE rancio y a otro sector de la izquierda, no le gusta. Ya se reunieron antes de las elecciones para no dejarnos entrar en el gobierno, pero el resultado, cuatrocientos votos de diferencia con ellos tan solo, no les dejó opción. Y entrábamos si no estaba Ciudadanos. Supongo que eso no lo perdonaron. Podemos hacer muchas cábalas. La prensa no hace más que preguntar. ¿En qué beneficia esto al PSOE? Bueno, si quedábamos en el gobierno, por arte de magia, éramos uno menos y quizá ellos uno más. Si nos vamos, con ese pacto previo con Cs, no habrá mucho problema. 

Nos vamos por ética política. No por quien nos abandonó pero sigue siendo concejala delegada, sino por quien lo permite.

A quienes dicen que esto es un problema interno de Izquierda Independiente les contesto que sí, es un problema que una concejala se vaya y no renuncie al acta. Pero es un problema del Gobierno cuando se la mantiene dentro de él, en la Delegación de Cultura.  

A quienes nos dicen desde el cariño que teníamos que seguir dentro, explicarles que es imposible sacar adelante proyectos sentados en una mesa donde los socios de gobierno no quieren que estés. Me pregunto qué va a decirnos este PSOE dentro de dos años.

A quienes nos dicen que ponemos los intereses de Izquierda Independiente por delante de los de Sanse, explicarles que esta decisión ha sido muy dura y muy difícil. Y contarles que pasar a la Oposición significa menos poder, menos capacidad de cambio, menos dinero, compañeros que regresan a sus puestos de trabajo y compañeros que van al paro. Hemos pasado por encima de eso porque nos parece que nos votaron para ser fieles a nuestros principios, nos votaron por para trabajar por Sanse, para cambiar Sanse y no para estar en el Gobierno a toda costa, dando igual lo que pasase.

Y a todas esas personas que siguen ahí, gracias. A todas esas amigas, esos amigos, conocidos, simpatizantes, vecinas…todas las personas a las que se ha implicado en la construcción de un Sanse mejor, esas personas que pegaron carteles a nuestro lado, que se colgaron la identificación de interventores, que hicieron bocadillos, que cerraron papeletas en sobres, gracias. Gracias por acompañarnos en un esfuerzo titánico para estar dentro de las instituciones. Gracias por comprender que nos vamos porque no hacemos carrera de la política. Porque entendemos que ser concejal no es un puesto de trabajo, sino una labor temporal de servicio público. Gracias por aplaudir que no nos agarramos a los sillones y que hubiera sido fácil callar y seguir sentados.

Siento una pena inmensa porque los proyectos que planificamos tendrán que seguir esperando, siento una pena inmensa porque mucha gente, durante años, ha trabajado para llegar a poder cambiar algo y de repente, todo ha estallado por los aires. 

El cubano que nos robó, mientras huía, dejó caer los pasaportes y los DNis, y pudimos regresar a España. Se quedó con mi dinero y mi confianza, pero aquel pequeño pueblo del sur de Cuba se volcó en ayudarnos. Buscó días y días, nos ofrecieron agua, cobijo. La policía no encontró nada. Nos explicaron que alguien había debido esconder al estafador en alguna casa.

Tengo el corazón en un puño porque me han robado el bolso y en él iba mi fé en la gente, mi apoyo, mis convicciones. Pero tengo el alma revuelta porque otra vez alguien le ha dado cobijo en una casa.




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16.2.17

Tres vueltas al Sol

Tres vueltas ha dado la Tierra al Sol desde el día en que naciste.

Tres años dándote la mano por las noches, pequeños besos en la cara. Viendo cómo respiras suavemente y se mueven los párpados de una manera casi imperceptible. Llevamos tres años durmiendo juntas. Papá, mamá, tú y desde el tres de octubre tu hermana. Nos dice mucha gente, mucha,  que ya deberías estar en tu habitación. Y yo sonrío y no digo nada, porque tu papá y yo decidimos que la vida es muy corta y la infancia un suspiro y no queremos perdernos ese buscar tu mano entre las sábanas. Mucho más pronto de lo que queremos tu hermana y tú ya no estaréis en esa cama gigante que hemos creado en una habitación por la que apenas tenemos paso.  Y será otra etapa. De la misma manera que ya no gritas ¡MONO! para que te aúpe, ya no te cambio pañales o no te doy la teta. La Tierra sigue su camino y de repente no utilizas el correpasillos ni lloras cuando la gente desaparece detrás de las puertas del ascensor.

Hoy celebramos tu cumpleaños, pero también celebramos que todavía me pides que te coja aunque  ya no quieres que te ponga el abrigo. Celebramos que no paras de reír y que te da miedo que te persiga a gatas por la casa. Que me abrazas muy muy fuerte y me dices que me quieres hasta la luna y vuelta. Celebramos que todavía corres hacia mí todo lo rápido que puedes cuando me ves y que estás en ese momento maravilloso en el que cuentas cualquier elemento y comienzas a identificar letras. Celebramos que me pides que te lea cuentos, las dos cabezas juntas mirando la misma página; que te aprendes poesías y nos gritas las canciones.  Celebramos que por las noches tengo que regañar a la oveja, porque es ella la que salta en la cama, pero no tú. Celebramos en tu cumpleaños lo claro que sigues teniendo las cosas y esa complicidad de risas ahogadas cuando queremos hacer alguna maldad o entiendes que estoy triste y me preguntas de manera insistente si ya estoy contenta. Celebramos que nunca imaginé que se podía querer tanto.


Muchas felicidades, mi pequeña. Vamos a celebrar tu cumpleaños juntas y llenarnos de besos. Vamos a seguir abrazándonos todo lo que podamos. Quién sabe cuántos momentos habremos dejado de compartir el año que viene. Así que mientras nos preparamos para los nuevos, que serán muchos y vendrán; mientras la Tierra finaliza hoy su tercera vuelta al Sol, dame la mano también esta noche y que la gente diga lo que quiera.




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3.12.16

De armarios y nacimientos


Abriste los ojos por primera vez en el mismo lugar que tu hermana. Esos ojos grises de recién nacida que no ven pero intuyen, que no distinguen colores pero los buscan. Los abriste en la misma habitación, el mismo metro cuadrado, la misma bañera. Y quiero pensar que así el destino os une para siempre, como si tuviera más fuerza el agua donde vinisteis a nacer que el hecho de compartir padre y madre.

Llegaste a este mundo sobre todo para que en el transcurrir de la vida tu hermana no estuviera sola. Cuando estabas dentro de mí (y no como ahora que duermes a mi lado, los brazos hacia arriba, la boca entreabierta, los ojos soñando) pensaba mucho en eso. Pensaba que te merecías una atención que no te estaba dando porque el día a día no me dejaba. Pensaba que era triste venir al mundo solo por ser dos. Pero desde el instante en que te vi, me olvidé de todo lo anterior. He leído muchas veces la frase “llegaste para completar mi felicidad” y hasta ahora no he sabido entenderla. Contigo soy mucho más feliz. Qué difícil explicarte que me siento satisfecha, redonda, plena. De nuevo la maternidad me muestra sentimientos que ni siquiera sabía que estaban por ahí. Tu hermana me revolvió por dentro y tú me has regalado la serenidad y la calma de quien respira un instante de campo mirando al cielo.


Hablé contigo cuando pensaba que eras otra, en el primer trimestre, cuando nos dijimos aquellas cosas que se quedan flotando en el aire de la incertidumbre. Esas palabras que las dos llevaremos dentro porque nos las dijimos en la lengua extraña que sabes que también te comunica con los muertos. La segunda vez que te hablé así fue el día de antes de que decidieras asomar la cabeza a este lado de la vida. Te dije “Mira, hija, nace cuando tengas que nacer, no voy a condicionar tu nacimiento a un armario”. Y así fue. Porque tu vida, ya marcada por un lugar, la segunda, y por un deseo, ha estallado a nuestro lado mientras nosotros hacíamos cosas. Peinábamos a tu hermana, visitábamos a tu abuelo en el hospital, trabajábamos, preparábamos comidas, jugábamos en el parque y diseñábamos armarios. Tu embarazo fugaz fue el del diseño de un armario a medida.

Y ese armario, pequeña, está ahora donde había una estantería tan gigante y llena, que pasamos el verano huyendo del bochorno y de la urgencia de vaciar una habitación. Septiembre nos regaló el mes más caluroso en años y la sospecha de que llegarías antes y no teníamos nada preparado.

Te cuento esto para darte las gracias porque supiste esperarme. Quisiste aguardar a que yo estuviera preparada y yo quise regalarte un nacimiento tranquilo, en penumbra, íntimo y respetado. Hay muchos días en la vida para sufrir y yo no quería que los tuyos empezaran así.

Te dije “nace cuando tengas de nacer”. Te lo susurré el uno de octubre, sábado, cumpleaños de tu padre. El dos hacíamos la “mudanza” porque el día tres venían los carpineros. Quitar estanterías, bajarlas, desmontar el armario anterior, vaciar la habitación. Menudo lío. Pero yo ya había hablado contigo desde dentro y sabía que no querías esperar al quince. Así que al levantarme después de otra noche con cierta molestia de esa extraña, como la que tenemos cuando viene la regla, vi algo raro después de ir al baño y advertí a tu papá.

Y empezó. Comenzaron las contracciones mientras venían a ayudarnos a desatornillar y yo me empeñaba en dejar todo apunto. No pude relajarme y ayudarte a venir antes, cariño. Estaba nerviosa y tenía que colocar todo para tu hermana y para tu llegada y se me ocurrió irme a comprar. Llené el frigorífico de comidas y cenas fáciles para tu hermana y la mía, dirigí y reí los viajes escaleras abajo y arriba con las tablas. Las contracciones me acompañaban pero podía todavía disimularlas, darme la vuelta, mirar a otro lado mientras tu yaya me hablaba. Pasamos una mañana con cinco personas más en casa y llegamos a la hora de comer cuando ya empezaba a agarrarme a las mesas y cerrar los ojos. Habitación casi vacía.

Hasta las seis no llegaron para llevarse la estantería y mientras, yo escribía un manual de instrucciones para tu tía. Dónde estaban las cosas, a qué hora se da el baño, cómo es el ritual de la comida. Y llegaron las seis y media y se fueron y pedí que se llevaran a tu hermana al parque. La vestí, peiné, besé y mientras se montaba en el triciclo y le explicaba que se iba un rato a jugar, me miró y me dijo, “Mamá, cuando tú te vayas yo no voy a llorar, vale? Porque soy muy mayor”.  Me sacudió la fuerza de la percepción, vuestra conexión. Sin decirle nada ella ya sabía que llegabas.

Cerré la puerta y a solas, por fin lloré. Lloré mucho, con angustia, con alivio, con ganas. Lloré sabiendo que era bueno, relajándome, lloré porque ya estaba todo listo y podía centrarme en ti. Lloré porque era tarde, porque era pronto, porque se acababa. Lloré mientras me duchaba con agua muy caliente y de nuevo me vi apoyando las manos en los azulejos, cerrando los ojos, lloré viendo el agua correr por mi tripa, lloré mientras me secaba.

Sobre las ocho volvió tu hermana, llegó la mía, ultimé detalles, me dolía. Me agarraba a las sillas y volví a sentir ese dolor agudo, que sube, sube, sube, sube y alivia cuando baja. Con ese instinto que solo tenemos en el infancia, tu hermana no hacía ruido, estaba quieta y respetaba. Le dije que hoy no dormía en casa, que se quedaba con la tía, nos abrazamos, nos despedimos y emprendimos el camino al hospital.

Me había dado tiempo a hacerme un bocata de jamón de york, a coger una botella de agua, a mandar el plan de parto, a montar la silla del coche. Me había dado tiempo a todo. El camino, de nuevo en domingo, sin tráfico, se me pasó rápido mientras encajaba las contracciones agarrada al asidero del coche y entre ellas mordisqueaba el bocata y bebía agua. Quería estar fuerte para acompañarte. No sabía cuánto tiempo ibas a tardar, si ya estabas muy decidida o si tendríamos que esperarte un poco más.


A las 21horas entrábamos en urgencias. Por segunda vez en nuestra vida tu papá y yo recorrimos los mismos pasillos despacio, con paradas. Cabeza hacia abajo, fuerza en las manos. Ya sé que necesito apretar. Apretar a las cosas fuerte, fuerte para soportar el dolor y la duda de cómo está de avanzado el parto. Nos reciben en paritorio por nuestro nombre. Treinta y ocho más dos, añadimos. Y nos toca monitores. Cómo los odio. Una sala con butacas y máquinas. Electrodos en la barriga que me empeño en sujetar mientras viene la contracción. Una madre y su hija al lado, tras una cortina hablando de ropa de bebé. Yo de pie, aferrada a tu padre pero incómoda, sin querer que me vean, que me oigan. Quiero estar sola, a oscuras, tranquila, poder concentrarme en el dolor. Lo necesito. Me angustian los monitores, le pregunto a tu papá cuánto tiempo estaremos ahí, quiero irme ya. Cuando me decido a decírselo vienen a por nosotros. Son las diez y media de la noche, apenas habré estado una interminable hora.

Me piden permiso para hacerme un tacto que yo anhelo desde hace tiempo. Quiero ver de cuánto estoy, quiero saber si ese dolor de regla con el que llevo días ha hecho un trabajo. Me tumbo en la camilla, boca arriba, miro el techo, espero. Estoy tensa, incómoda, pero me siento arropada por la matrona, que es muy amable y me trata con mucho respeto y cuidado. Muy bien, me dice. Y yo pregunto de cuánto. Se para el tiempo, como cuando esperas la nota de un examen importante y sabes que está en ese papel y en segundos, en décimas, lo  vas a leer y ya no habrá nada que hacer. Me dice muy bien pero no me fío, qué es muy bien. “Estás de cuatro y medio, casi de cinco”.  El papel dice que sobresaliente. ¿De cinco? Siento alegría, con tu hermana después de tres días no llegaba ni a tres centímetros. Llevaban razón todas las voces que me aseguraban que el segundo parto es más rápido.


¿Entonces, vamos a la seis?, nos dicen preguntándonos si seguimos con la intención de que nazcas en el agua. Avanzamos el pasillo, con el camisón blanco gigante, despacio, otra vez hablando de los pies. Que no vaya descalza o no sé qué. Mi matrona se llama Rocío. Carmen nos ha recibido y se quedará, pero durante el parto nos asistirá Rocío. Rocío me sugiere una ducha y voy directa al baño. Veo la bañera, miro los recuerdos de dos años atrás, pero mis pensamientos son fugaces, entre contracción y contracción y cuando estoy en ellas no hay nada más. Pido una cuerda para estirarme, pido una pelota para ayudarme. Me desnudo. Tu padre va y viene, me ayuda con la ducha, me pasa él el agua por el cuerpo, me apodero de la barra, encajo las contracciones de pie. Entra Rocío, nos ha pedido la historia clínica, pero no nos dará tiempo a dársela, tenías muchas ganas de nacer y yo todavía no lo sabía. Me sigo preguntando cómo es posible no ver todas las señales, cómo es posible no darse cuenta de que venías ya, pequeña, de que estaba a punto de abrazarte. Entra Rocío y soy consciente de que estoy desnuda, pero cuando me doy cuenta viene otra contracción y lo olvido. Nos pregunta si queremos oxitocina para expulsar la placenta. Le digo que no, que no, mientras grito de dolor. Empiezo a gritar de dolor sin recordar que yo chillo cuando queda poco. No quiero oxitocina, no quiero que me duela más. Me explica que es para ayudar a alumbrar la placenta, que es un pinchazo en el brazo y una cantidad muy pequeña. Recuerdo mi primer parto, lo terrible que fue expulsarla, me aseguro de que sea después de que nazcas y le digo que sí. Se va. Entonces soy consciente de  que estoy empujando, la llamamos. Me pregunta si quiero saber cómo voy, puede hacerme un tacto de pie, tal y como me encuentro, accedo. No me incomoda, me da tranquilidad. Me explica que “Ya casi estoy” y de nuevo no asumo que tu llegada es inminente. “Te queda un poquito, Virginia, no empujes” ¿Por qué? Le grito. Porque te puedes hacer mucho daño, intenta no empujar. No sé cómo no voy a empujar. Son las once y media aproximadamente de la noche. Me sugiere el entonox, el gas de la risa. Me da miedo marearme, no me apetece. Me propone que lo pruebe en la banqueta. Le pregunto si eso va ayudarme a no empujar y me dice que sí. Me trae un carro con una bombona y una boquilla, tengo que aspirar fuerte al llegar la contracción, pero me da miedo, así que lo hago despacio. Estoy regular. Me he puesto el camisón, me siento por si me mareo, no puedo agarrarme a la barra, no puedo colgarme de tu papá, no encajo bien las contracciones ahí, no puedo. Agarro la muñeca de tu padre, que sujeta la boquilla del gas, aspiro con fuerza, aprieto su mano, aspiro, aspiro, no noto nada, solo quiero colgarme, no me gusta la postura, pero no puedo pensar, solo cierro los ojos, aspiro, aprieto, me muero de calor, me quito el camisón. Hay sangre por el suelo, estoy desnuda y todo me da igual. El gas me ayuda a no empujar, aguanto. Es horrible aguantar. Y de repente no puedo. Grito más. Grito mucho más, en dos fases. Las contracciones fuertes vienen muy seguidas y entre ellas aparecen otras pequeñas. Rocío me dice que puje si quiero, que deje el gas, que ya puedo empujar. Me pongo de pie, empujo, pero tengo miedo de romper la bolsa. La noto, sé que está ahí y va a romperse y me da un miedo irracional. Sé que no duele, la otra vez me gustó, fue caliente y agradable, pero ahora no quiero, no sé. La matrona se agacha y pone las manos mientras empujo de pie sintiendo un dolor inmenso. Esto me lo explica tu padre después, yo no la veo. Comienzan a llenar la bañera a cubos, no da tiempo, yo no lo sé.  Rompo aguas, me parecen menos, viene contracción, grito, grito. Quiero que paren. Me preguntan si quiero pasar a la bañera y digo que sí.





 El reloj, marca las 23.54. Pienso, “ya no nace en domingo, como su hermana”. Me meto en la bañera y siento muchísimo calor. Está muy caliente, como a mí me gusta, pero me muero de calor. Pido agua, bebo, me pongo a cuatro patas. No puedo evitarlo, no lo pienso, es así. Me dicen que o dentro o fuera. La bañera no está llena del todo, no da tiempo. Me explican que no puedes nacer así, entre el aire y el agua, hay que elegir. Bajo la pelvis. Me gusta menos, empujo peor. Me dicen que me recueste boca arriba, lo intento, no me gusta, me muevo y vuelvo boca abajo. Siento ganas de ir al baño, no quiero, no quiero. Sé que forma parte del proceso, pero no quiero. Se lo digo. Me hablan, me calman. Rocío, Carmen y Paula. Me cuentan que es normal, que es tu cabeza que está muy cerca ya. Me rindo y empujo. Me duele mucho. Muchísimo. Le digo a tu padre que eres la última hija que tendremos. Estoy sudando, pido agua, agua, me la traen, todo es muy rápido, sólo digo que tengo calor, sudo, grito. Me preguntan si quiero salir, por mi mente aparece la pregunta de a dónde, grito, no, no, no, me quedo. Se me llenan los ojos de lágrimas, le digo a Rocío que no puedo. No puedo, no puedo, no puedo. Sí puedes, Virginia, eres una campeona, eres fuerte, está hecho, puedes. Ni siquiera pienso que es una tontería, que no hay marcha atrás, que puedes sí o sí. Sólo digo que no puedo. Me animan, vamos, ya está, ya está, se me hace interminable, me duele muchísimo, noto tu cabeza dentro de mí, la noto, quiero que salgas ya,ya,ya,ya. Y en la siguiente contracción, empujo, en un grito interminable, un grito lleno de arrojo y de fuerza. Y tu cabeza sale. Noto alivio. Me tocan el coxis, supongo que para que no lo levante. Falta tu cuerpo, me dicen que te ayude a nacer, que te ayude, pero yo ya lo estoy haciendo, no entiendo lo que quieren. Estoy respirando, por primera vez un descanso largo entre contracciones. Oigo que me van ayudar y creo que me tocan. Supongo que para que saliera tu cuerpo, pero les grito que no, que no, que ya viene. Grito ya viene, con una e interminable y en esa última contracción, que tardó un poco más que el resto, sale tu cuerpo, mi pequeña. 



Un cuerpo rosadito, escurridizo, suave, blando. Jamás voy a olvidar el tacto. La sensación de sostenerte por primera vez. Mojada, caliente, tierna, esponjosa.  Te abrazo desnuda en ese momento único, increíble, donde tú comienzas tu andadura. Ese instante que nadie recuerda excepto nuestras madres. Un segundo donde del líquido amniótico pasas a mis brazos y algo en tu cuerpo inicia la vida de este lado y sospechando que será maravillosa pero dura, comienzas a llorar. Tú sí lloraste, preciosa. Abriste esos ojos rasgados y oscuros y yo te abrazaba en una nube e intentaba consolarte. Estás aquí, viva. Hace nada vivías dentro de mí y ahora estás en mis brazos. Increíble. Te beso, te miro, te abrazo, te quiero. Las matronas me daban la enhorabuena, me decían lo que ya me susurraban despacio durante el parto, que lo había hecho muy bien. Son las doce y trece de la madrugada del día tres de octubre. Les pido que nos hagan fotos.




NOTA- Los cuadros son de nuevo de Amanda Greavette. Increíble cómo pinta. Pinchad e iréis al blog

14.1.16

Teta o Congreso


Tres apuntes sobre Carolina Bescansa y su precioso bebé:

Para empezar, no oigo por ninguna parte que se hable del derecho de ese bebé a estar con su madre, pero tampoco he oído que se hable del derecho de un bebé de cinco a meses a ser ALIMENTADO. Durante años, dar la teta era una cosa de las clases pobres, iletradas, algo que se desprestigiaba desde los mismos centros de salud, porque las grandes marcas de leche de fórmula tenían mucho interés en ello. No voy a entrar ahora en este aspecto, ni en el trabajo que se está haciendo desde asociaciones como la Liga de la Leche u organismos internacionales como la OMS, para contar lo que hace mucho ya se sabía: la leche materna es el mejor alimento para un bebé. Si la OMS dice que mínimo la lactancia materna debe tener una duración de seis meses, y repito, mínimo, lo que no entiendo es que en España las bajas de maternidad sean de cuatro meses, obligando a las madres a la tortura del sacaleches, el congelador y la separación temprana. Tampoco entiendo, por tanto, que se hable de por qué Carolina Bescansa amamanta a su bebé en el Congreso. Lo amamanta porque tiene que comer y como decía ella misma en televisión ayer, no puede separarse de él. Pero hay otra cuestión. Es que además, probablemente, no quiere. No quiere y cito textual “probar a que el niño pasara hambre y llorara hasta que cogiera un biberón, un gran instrumento de igualdad”. Yo tampoco querría que mi hija llorara de hambre para que cogiera un biberón, como sugiere Berta González en El Mundo, en las declaraciones anteriores. 



Sinceramente, como madre prefiero que mi hija no llore porque quiere estar conmigo o tomar la teta. No quiero que me pongan en la tesitura de hacer llorar a mi hija porque he sido elegida diputada. No quiero que tengamos la eterna disyuntiva de los cuatro meses, teta o trabajo. Quiero poder no elegir entre ambas cosas. Quiero dar la teta e ir al Congreso, o a la oficina.

Aquí entramos en el segundo de los puntos. Carolina Bescansa lleva a su bebé y le da la teta porque le da la gana. ¿A quién le importa que una diputada lleve a su bebé al Congreso y lo amamante?A reaccionarios por un lado, gente que se lo ha estado llevando crudo con sus chanchullos pero que luego iba al Congreso con su corbata, y oye, qué porte, qué trajes, qué presentación, qué respeto a las instituciones. Y por el otro lado, a esas mujeres y hombres que mal entienden lo que significa ser feminista. Feminista no es tener un hijo e incorporarte al trabajo rápidamente porque nosotras lo valemos y podemos hacer lo que Carma Chacón. NO. Ser feminista es creer en una teoría crítica que ve el mundo desde la perspectiva de la igualdad.

Pero Igualdad no es dar a todos lo mismo, recordad, sino a cada uno lo que necesita. Yo tengo los mismos derechos y obligaciones sobre mi hija que mi compañero (aquí cabe preguntarse por qué no tiene él el mismo permiso de paternidad que yo de maternidad), pero la que da a luz, federación de mujeres progresistas, soy yo. Y ojo, la que decide dar la teta, soy yo. Así que necesito que mis necesidades sean cubiertas. No es perpetuar la imagen como eterna cuidadora. Es que la sociedad asuma que tengo un hijo lactante y he decidido darle la teta. Y me lo ponga fácil a mí y sobre todo a mi bebé. Ser feminista no significa acoplarnos a un mundo de hombres, sino lograr una sociedad amable y diferente, donde cada mujer pueda escoger lo que quiere y le apetece, sin tener que justificar de manera constante por qué hacemos lo que hacemos, especialmente con todo lo que tiene que ver con nuestro cuerpo y nuestra sexualidad, pero también con la maternidad. A mí me hubiera gustado que Chacón se cogiera su baja de maternidad, que disfrutara de ese pequeño derecho que todavía tenemos, que demostrara que el mundo puede seguir girando, que apoyara que los bebés necesitan estar con sus mamás. Decidió incorporarse. Pues dejemos que haga lo que le dé la gana. Las mujeres estamos siempre siendo juzgadas por lo que hacemos o dejamos de hacer. Nadie se pregunta dónde narices deja Alber Rivera a su hija cuando viene al Congreso o cuándo se incorporó o si tomó la baja de paternidad entera o a medias. El problema es que todo lo que las mujeres hacemos, significa. Por ello, tenemos que ser muy conscientes  que los gestos son importantes. Creo que lo explica muy bien Barbijaputa aquí.  Que Chacón y Bescansa decidan si pueden, de manera libre, pero lo que hacen, significa.



Y vamos con el tercer aspecto. Parece ser  que debemos ser madres y padres pero en silencio, tal y como escribe Olga Rodríguez en el diario.es. Nos preocupamos mucho y con razón, de la educación formal que reciben nuestros niños y niñas, pero no hacemos una reflexión profunda sobre qué tipo de Sociedad queremos, cómo ayudar a las familias a criar a su hijos e hijas. Que los críen sin molestar mucho, que lloran. Así que menudo escándalo un bebé en el congreso, menudo postureo, menuda osadía. Pura crianza en medio de un espacio público. El hogar más íntimo, lo más privado, la teta y el bebé, en lo más público que hay: el órgano político por excelencia, el Congreso.

Debemos luchar por un mundo que sea para y de la Infancia, como dice Tonucci. Es necesario que los niños se incorporen a nuestras actividades, que no sea casi obligado explotar a los abuelos, pedir favores a las amigas o pagar dinero a la economía sumergida. Hay que incorporar los niños y las niñas a las reuniones, acostumbrarnos a cuidarlos entre todos, volver como dice Carolina del Olmo, a la tribu, socializar el cuidado. Esto no sólo facilitará la vida a las familias, sino que lograremos hacer más felices a nuestros hijos e hijas y muchos entenderán que las reuniones no se pueden poner a las ocho de la tarde.


Sí, Carolina Bescansa ha llevado a su bebé al Congreso porque toma teta, porque no quiere separarse de él, porque es un gesto político y porque ojalá como ella, muchas mujeres y hombres, pudieran llevarlos a ellos al trabajo, o éste a casa.



Virginia Gijón 
Nota: Fotos del Diario de Navarra, Bebetizate.com y subebe.com

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15.2.15

Primeros 365 días, primeras 365 noches.

Querida Petra:

Hoy hace un año que nos vimos por primera vez. Un año que toqué tu cabecita, todavía dentro de mí. Hace un año de nuestra primera noche juntas. Hoy hace un año que me hiciste mamá.

Por las mañanas te susurro al oído que te quiero, Petra. Te lo digo muy bajito y varias veces seguidas y luego te doy besos pequeños despacio, en la cara, cerca de la oreja, en la frente... y aspiro tu olor. Te digo que te quiero muchas veces, para que se te quede grabado muy dentro, en esos lugares cerrados del corazón, que nunca abres porque ni siquiera sabes que están ahí, pero que te hacen ser de una manera.


Hoy hace un año que te enganchaste a mí por primera vez y nos sorprendimos las dos al ver lo bien que encajábamos.  La toma que más disfrutamos es la de las dos de la mañana. Apuro la noche hasta que te revuelves inquieta a mi lado y te cojo medio dormida para ponerte al pecho. Te agarras a él con ansia, con los ojos cerrados, adentrándote en un lugar seguro y conocido para ti. A veces abres la mano, tus dedos separados y los posas en la teta, cerca de tu boca, como si bebieras de una botella gigante.   Antes dabas un chupetón hacia atrás y te estirabas, curvando la espalda, apretando levemente la boca, los brazos hacia atrás también, muerta de placer. Yo te cogía y te incorporaba apenas un minuto, sobre mi hombro, para que echaras los gases, aprovechando ese momento para cubrirte de besos encima de la oreja, en la cabeza y olerte de nuevo.  Ahora ya no te estiras casi, te apoyas en mis brazos, dormida sobre mí como lo has hecho toda tu vida. Y yo sigo oliéndote despacio, de manera profunda, disfrutando el instante. Estás creciendo muy rápido y no quiero olvidarme de los detalles.



Hoy hace un año que te abracé, te llamé Muñeca, dije tu nombre en voz alta. Hoy hace un año que no sabía lo que te iba a querer. Porque te quiero a raudales, te quiero infinito, te querré siempre. Hace un año no sabía que me ibas a remover por dentro, Purruna. Sé que no lo entenderás, como yo no lo entendía antes.  Has venido a alborotar mi mundo, a hacerme crecer como persona, a replantearme modelos sociales. Haces que busque textos diferentes, que eche la vista atrás para querer más a mi madre, que me desdiga, que me rehaga, que tu nacimiento sea un punto de inflexión en mi vida. Reviso mi infancia, planifico la tuya, me despierto antes de que abras los ojos para comprobar que sigues dormida. Me tapo los oídos para no ver en la tele cómo sufren otros niños y pienso en las madres que los quieren. Miro dentro de mí y descubro un amor gigante, inmenso, increíble. Y entonces también me asusto porque me sé vulnerable. ¿Cuántas veces me harás daño? Me pregunto cuántas veces habré hecho daño yo a la mía y me siento parte de un todo hecho por mujeres que tienen hijas. Hijas que tienen nietas.


Hace cinco días diste tus primeros pasos sola. Te soltaste y caminaste hacia mí, con los brazos abiertos.  Ha sido un año intenso, lleno de sensaciones y emociones.  Recuerdo nítidamente el último empujón para sacarte, el dolor intenso que te acompañaba, la impaciencia porque acabara.  Hoy haces un año y se te está poniendo cara de niña y dentro de nada en lugar de llevarte en brazos caminarás de mi mano.  Ojalá pudiera seguir acompañándote siempre, hija, compartiendo los procesos de tu vida, participando de ellos como el día que naciste o vigilándolos de cerca, igual que todos estos meses.  Pero sé que ser mamá es también comprender que no siempre pasará eso.



Quizá estos doce meses han sido para nosotras una prolongación de lo que fue mi parto, de lo que fue tu nacimiento: Un proceso único e irrepetible, donde la protagonista eres tú y yo solo puedo acompañarte y ayudarte a salir al mundo. Ya llevas un año descubriéndolo a mi lado.

Feliz cumpleaños, Muñeca.

Virginia Gijón 

Pd:. Si quieres leer o releer mi relato de parto puedes hacerlo aquí. Y me encantará que dejes tus comentarios. :-) 





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3.10.14

Días Malos


Hay días  muy difíciles. Días en que te duele la cabeza, o no puedes apoyar la planta del pie, días que no sabes peinarte ni encuentras un sujetador sin manchas de leche que ponerte. He estado observando esos Días Malos para ver cuándo aparecen y poder adivinarlos.  Una vez que ya se han ido, trato de recordar qué cara tenían, pero sobre todo qué cara nos dejaron y qué regusto se nos ha quedado al irnos a dormir. 

Los Días Malos aparecen cerca de nosotras cuando consiguen llevar de una mano al cansancio, o algún pequeño dolor o desánimo; y en la otra aprietan fuerte las Expectativas. A veces no son Expectativas Grandes, Purrunilla, qué va. A veces son Expectativas Pequeñas, que sólo se pueden ver  si te fijas muy bien. Son Expectativas de mamás que cuidan a bebés. Por  ejemplo, “Hoy voy a recoger el salón y hacer una tortilla”. O bien “Hoy que hace sol en cuanto friegue los cacharros y haga la cama nos vamos a dar un paseo”.  Hace tiempo que las Expectativas Medianas, las de “Voy a mirar el correo, o voy a teñirme las canas”, las mamás las dejan para cuando están acompañadas, claro.



Entonces, un día, se junta una pequeña Expectativa y una mala noche y PAF! Ya han formado un Día Malo. Ahora estoy segura, hija, de que tú sabes verlos mucho antes que yo, porque me lo adviertes durante todo el Día. Sabes que está ahí, acechándonos, así que como todavía no hablas, me lo dices a tu manera. Te esfuerzas por no dormir, aunque estés agotada. A veces yo te lo pongo muy difícil, Purruna, porque te llevo en el fular y me empeño en mecerte y en ponerte música.  Te caes de sueño. Tienes siete meses, no puedes más…y de repente te duermes. Mientras yo te dejo en la cuna y voy a corriendo a cumplir mis Expectativas, tú te despiertas. Lo conseguiste, hija. Sólo has dormido diez minutos.  Abres los ojos llorando, porque sabes que me has dejado sola y que no me doy cuenta que un Día Malo nos persigue. Te cojo en brazos, miro la cocina sin recoger y entonces pienso que no puede ser, que tienes mucho sueño. Así que vuelvo a mecerte, esta vez en la mochila, no vaya a ser que no te haya gustado el fular hoy. Pero tú ya no vas a dejarme sola. No vas a permitirlo. Intentas hacerme señas. Quieres que venza al Día Malo. Te echas hacia atrás, persigues con la mirada a las gatas, les ríes… Gateas si intento ponerte un pantalón, te giras y retuerces si quiero cambiarte el pañal. Incluso me tumbo contigo en la cama y te doy la teta a oscuras… pero hasta que no han pasado cuarenta minutos  yo no me doy por vencida.  Somos las dos muy valientes, Purrunilla.




Así que a esas alturas yo ya estoy muy cansada pero sigo con mis Expectativas agarradas fuertemente, no se me vayan a caer. Además, tengo un pequeño dolor, en un pie, por ejemplo, que me hace difícil caminar. O me duele la cabeza. O me sentó mal la cena ayer. O estoy agotada.


Me dan ganas de llorar. Decido dejarte en un lugar seguro, con algunos objetos que te gustan, para ver si puedo ir cumpliendo planes. Recoger la cocina, por lo menos, diez minutos. Y desaparezco de tu visión.
¡Menos mal que te pones a llorar, Purrunilla! Voy cerca de ti, te miro, te hablo desde la cocina, te dejo mis llaves. Pero tú sabes que esto no va por buen camino. Quieres que te coja y estar conmigo. Sabes que no puedo ni debo estar sola. El Mal Día ya me ha envuelto en sus redes y tú lo ves claramente. Este es uno de los peores momentos, hija, porque entonces me pregunto por qué eres así, por qué sólo quieres que esté contigo. Pienso que eres una niña activa, pequeña, feliz, nacida en una crianza respetuosa, cerca del corazón. A mi mente acuden aquellas palabras de quienes nos dicen a tu papá y a mí que tenemos que acostumbrarte a estar sola, a dormir sola, a jugar sola, para que no nos llames todo el rato y podamos hacer cosas.


Y entonces me doy cuenta, Purruna.  ¡Hay un Día Malo espiándonos! ¡Me estabas advirtiendo! Miro al Día Malo a los ojos y suelto todas mis Expectativas. Las lanzo lejos, lejos, ya ni veo lo lejos que están. Y el Día Malo se borra un poquito. EL dolor no me lo puedo quitar, el del pie, el de la cabeza, o el sueño. Pero al tirar las Expectativas, el Día Malo pierde fuerza…lo tenemos casi vencido. Te cojo en brazos y te doy unos besos. Hoy no voy a recoger la cocina. Mañana lo mismo sí, porque también hay Días Buenos, días en que no tienes que protegerme y no me duele nada y nos da tiempo a hacer cosas que ni habíamos pensado: poner dos lavadoras, recoger el salón, leer, escribir, jugar, colocar el lavavajillas, comprar o dar un paseo por Madrid. O estar juntas  las dos, disfrutando de la llegada del Otoño. 


Me gusta tenerte en brazos  y me gusta que no te sientas sola. Del mismo modo que a ti te gusta estar en mis brazos y no dejas que me sienta sola. Podríamos habernos acostumbrado ambas a la soledad y así poder atender mis Expectativas, pero no hemos elegido vivir así.



Papá y yo decidimos que eras un bebé y que los bebés no hacen chantaje, porque cognitivamente son incapaces de procesarlo. Pides lo que necesitas, Purrunilla,  que es contacto constante. Y eso es muy cansado, sobre todo si tienes las manos llenas de Expectativas por cumplir. Quizá los bebés que no llaman a sus mamás o sus papás han aprendido a no llorar, pero no a no sentirse solos. Quizá en un mundo sin prisas, donde entendiéramos que los bebés no comprenden que tenemos trabajos, horarios, obligaciones, o donde asumiéramos que lo normal es que no los separemos de sus mamás, todo sería más fácil. Pero vivimos en este mundo, así que yo intento recordarlo siempre, aunque a veces hay que luchar contra los Días Malos. Y son muy malos.


De recompensa te hago cosquillas en la barriga y te ríes a carcajadas. Me siento contigo en tu espacio de juegos y traigo el ordenador.  Voy a contarle a la gente cómo me has librado del Día Malo. Estás tranquila ya, porque sabes que estoy a salvo por fin, así que conmigo cerca, juegas con tu cofre de los tesoros y de vez en cuando me recuerdas que el Día Malo nos vigila  intentando comerte el cable del ordenador. No te preocupes, hija, que ya no se me olvida.

Virginia Gijón Herrera


NOTA. Las imágenes son obras de tres pintores diferentes. He incluido el nombre en cada una de ellas para poder conocer su autoría. 


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14.3.14

NACIDA EN DOMINGO

A todas las mujeres  que han elegido parir, paren y seguirán pariendo, algunas siendo conscientes del proceso fisiológico  que enfrentan, otras creyendo que lo son, y las últimas sin serlo.  A mi madre. A todas las mujeres que eligen, porque la maternidad es siempre una opción.

A todas las mujeres de El Parto es Nuestro, poderosas y solidarias, porque sin ellas, sin vosotras,  yo no hubiera llegado hasta aquí. Gracias, Leti.  Gracias a todas por haberme acompañado durante dos años, por solucionar mis dudas, por creer en mí. Gracias de verdad. 

A mi compañero. Por estar siempre a mi lado, por sostenerme y auparme, porque sin ti hubiera sido diferente.

A mi niña. Porque cuando nació pensé que también tendrías la opción de parir.



Mi niña nació en domingo. El Domingo 16 de febrero, a las veinte y diecisiete de la tarde. Cuando la tuve encima de mí pensé, irremediablemente, en aquello de que los niños que nacen en domingo tienen buena estrella. Esa es la frase con la que empieza uno de mis libros preferidos de Infancia, que se titula así. Nacida en Domingo. Pensé “ha nacido en domingo”, va a tener muy buena suerte. Y la miré, cubierta de vérmix, blanca, suave, redonda, y luego pensé en su condición de mujer, en las luchas que le quedan por continuar, en su capacidad de parir. Después le di la Bienvenida al mundo, tal y como mi madre saludó a mi hermana cuando nació.

Es verdad que parece que fueron muchos pensamientos, pero así fueron. Acababa de tener a mi hija a cuatro patas, en la bañera del Hospital de Torrejón, y comencé a responder a las matronas que me acompañaban que sí, que era muy guapa. Todo el embarazo convencidos de que los recién nacidos son siempre feos y resulta que mi niña era un nenuco, una muñeca.

Pero para abrazarla, para abrazarte, muñeca, pasaron muchas cosas antes. Antes tuvimos año y medio de búsqueda, ilusionante al principio, desesperante al final. Y llegaste por sorpresa, cuando nos quedaban apenas quince días para ir a la cita donde por fin nos daban una fecha para la inseminación. Al mes tuvimos un gran susto que nos dejó aterrorizados todo el primer trimestre. Un sangrado abundante nos hizo creer que te escapabas.  Te hiciste de rogar y la búsqueda y la espera permitieron también que yo me zambullera de lleno en el proceso de comprender un parto sin epidural, un parto normal. Comprender el parto como un proceso fisiológico natural al que perderle el miedo.  Tomar la decisión y creérmela, creer en mí y en mi cuerpo, como tantas veces me decían en El Parto es Nuestro, fue lo más difícil. Pero llevaban razón. Todas podemos.

Mi niña nació en domingo, pero el jueves por la noche las contracciones ya se hicieron notar. Ese dolor de regla que casi no te deja dormir, pero que intentas olvidar con tal de no salir del calor de la cama. Me levanté temprano, desayuné  y me quedé profundamente dormida en el sofá. A las tres de la tarde, cuando vino tu papá, comimos y seguí durmiendo. Por la tarde estaba hecha polvo, agotada, y buscamos en internet si podía ser un signo de inicio de parto. Llegué a pensar que tenía fiebre o me estaba poniendo mala. Ahora supongo que es el propio cuerpo, que aventura, que sabe, y que te tumba para tener energías a la hora de la verdad. Me había pasado todo el viernes durmiendo. Por la noche, las contracciones volvieron, me despertaban a cada momento, pero me levanté con energías y con ganas de salir. Seguía lloviendo, pero necesitaba tomar el aire. Era sábado y hacía más de veinticuatro horas que no me daba ni un paseo.

Me obsesioné con ir a comprar un sujetador de lactancia, recuerdo. Así que cogimos el coche los cuatro: Tu papá, tu mamá, las contracciones y tú.  Me dolía bastante, pero seguíamos sin ver claro si era ya parte del proceso de parto o no. Compramos el sujetador, compramos algo de ropa que se nos encaprichó para ti, y a cada momento yo me agarraba a las barras del centro comercial, cerraba los ojos y dejaba pasar la contracción. Recuerdo que la gente me miraba, pero yo no quería estar en casa obsesionada con el número de veces que me dolía y los minutos. Todo lo que habíamos leído es que las primerizas pueden tardar días en borrar el cuello del útero y en dilatar los tres primeros centímetros, y nos preocupaba mucho que esas contracciones que llevaba ya sufriendo de manera cada vez más regular varios días, no fueran todavía parto. Que no fueran efectivas, que no sirvieran para nada. Cuando volvimos miramos de nuevo el libro de El Parto Seguro, el lugar donde explican  que siempre sirven para algo, que es adelantar trabajo y que sobre todo hay que tomárselo con calma y descansar. No desesperar. Comimos, estuvimos tranquilos por la tarde y las contracciones se relajaron bastante. Al limpiarme salió algo de sangre, y poco más tarde algo que nos pareció el tapón mucoso. Eso me animó porque significaba que sí estaba funcionando mi cuerpo. Por la noche vimos una peli que ponían en la tele, porque yo no quise alquilar nada, no me sentía muy concentrada, la verdad. Y cuando acabó, tuve un momento de pánico. Ya está. Estaba de parto. Esto tenía que ser parto. ¿Cómo iba a ser capaz de parir? ¿Yo sola? ¿Mi metro cincuenta y tres iba a poder parir de manera natural a un bebé? Le dije a tu papá que…esa noche me venía mal. Y nos echamos a reír.

Nos metimos en la cama y las contracciones subieron de intensidad. Era imposible estar tumbada.  Obsesionados con dormir nos pasamos tres horas intentando encontrar la postura sentada con la que pudiera echar una cabezada. A las tres y media de la mañana comprendí que no era posible. Mandé a dormir a tu padre y me dije a mi misma que si no era parto ya dormiría mañana, y que si lo era, pues tocaba empezar.

Me di una ducha larga, larga, larga. Qué placer. Salí y me puse cómoda. Conté una hora las contracciones. Eran intensas pero no duraban un minuto. Me aburrí a la hora. Dejé de contarlas. Me fui al salón y me puse a leer en la pelota de pilates. Iban y venían, iban y venían y comenzaban a doler de verdad.  A las siete de la mañana se despierta tu papá, viene al salón, me pone el saquito de semillas, la calefacción, se coloca detrás de mí en la silla y consigue aliviarme bastante. Comienza él a contarlas. Yo dudo todavía. ¿Será parto? ¿Y si no es? ¿Y si vamos al Hospital y me dicen que no tengo ni borrado el cuello del útero? ¿Cómo voy a aguantar más noches sin dormir? Me dice que es parto, que cree que tendríamos que irnos.  Acordamos ir arreglándonos pero cuando ya he salido de la ducha de nuevo y me he vestido descubro que me quiero ir YA.

Media hora a Torrejón desde nuestra casa. Disminuyendo en las contracciones, acelerando en los descansos. Agarrada a la parte de atrás del coche y con la incertidumbre de saber si estos días iban a servirme de algo. Un domingo de mañana clara con la carretera vacía nos ayudó a llegar pronto y aparcar en la puerta de Urgencias. Entré despacio, con la cara desencajada pero sin miedo. Para mí eso fue lo mejor. Saber que no iba a tener que pelear con el personal del Hospital. Sin miedo. Me pusieron la pulsera. Me pasaron. Me hicieron andar hasta paritorios. Iba despacio y parando. Yo sin abrigo, con calor, agarrada a las barras de las puertas por primera vez. Sin saber que todavía iba a recorrer esos pasillos y a utilizar esas barras dos veces más. Me reciben por mi nombre, se presenta la matrona con calma. Me explica que me va a hacer un tacto. Le pido que lo haga con cuidado. Me dice que lo hará. No me duele. Me explica que ahora puedo sangrar, que es normal y que no me asuste. Asiento. Preocupada le pregunto de cuánto. Me dice que tengo borrado el cuello del útero y que estoy de dos y medio, casi tres. Que estoy ahí ahí. No me queda muy claro qué significa y sigo algo asustada por si deciden mandarme a casa. Tu papá me dice que no es probable, que venimos de lejos, que me relaje. Que ya está, que sí servían para algo esas contracciones de días. Me explican que van a darme un poco de tiempo y que lo voy a pasar en monitores. Descubro que no me gustan los monitores. Cada vez que tengo una contracción la tripa se pone tan dura, tan dura, que pierden tu latido y tienen que venir a recolocarlos. Al rato vuelve la matrona y me dice que todavía no son contracciones de parto y yo le explico que las tenía, pero que al venir se han parado. Muy amable me comenta que suele pasar, que me relaje y que es normal. Que me dejan un rato más. Ahí ya vuelven. Increíble el poder de la oxitocina. Increíble cómo lo para la adrenalina. Hay mucha luz fuera, porque es un día de esos blancos con nubes impolutas, que cruzan el cielo y parece como que anuncian tormenta. A veces sale el sol y me da. Tengo mucho calor.



Cuando regresa la matrona recuerdo que me dijo “Ahora sí, Virginia”, y me sonríe. Nos informa de que han leído nuestro plan de parto y nos pregunta si seguimos con nuestra idea de un parto no medicalizado y lo menos intervenido posible. Le decimos que sí y entonces nos dice que no nos da el alta, pero que nos vayamos a la cafetería, desayunemos, y nos demos un paseo. Que volvamos a las dos horas aproximadamente.

Nos vamos, pasito a paso, habiendo dejado un montón de bolsas en un cuarto que nos prestan. Llevamos la pelota, una lamparita pequeña, una manta eléctrica, libros, mi ropa, su ropa, tu ropa… Y vuelvo a asirme a las barras de seguridad de las puertas. Vuelvo a pararme cada instante, abro los ojos para andar. Los cierro para encajar. El camino es largo. Lo hacemos largo. Escribo un par de mensajes. A mi madre, diciéndole que estoy en el rastro, para que no se agobie si no sabe de mí. A mi hermana, contándole la verdad. Y a un par de amigas, que estaban pensando en mí.

En la cafetería pedimos fruta, una magdalena, un zumo. Intento comer un poco, para coger fuerzas. Como y me molestan los ruidos. Los niños que hay, los adultos que gritan, las conversaciones que se cuelan. La gente me mira, pero me da igual. Estamos un buen rato y decido que ya no quiero más. Quiero mi habitación con mi taza de wáter y mi ducha caliente, necesito intimidad. Deshacemos el camino despacio. Yo de nuevo agarrada a las barras y él cargado con los bolsos y los abrigos. Al llegar, ha pasado hora y media. Le digo que necesito mi habitación. Asienten y me pasan a monitores, donde de nuevo las contracciones bajan, se relajan, como si supieran que estamos vigilándolas. Se acercan y lo explicamos, comprenden y dan más tiempo. Ellas regresan con más fuerza. Al rato me dicen que van a explorarme de nuevo. Con sumo cuidado, entre contracción y contracción, me hacen un tacto. La matrona me mira, sonríe y me dice que he hecho un gran trabajo. Yo estoy ya muy sensible, vulnerable, emocionada. Le pregunto de cuánto y me dice que de tres y medio casi cuatro. Y a mí me parece poco, me parece mal, olvido todo lo que he leído sobre que los tres primeros centímetros en primerizas constituyen la mitad del camino. La matrona, la que será mi matrona durante todo mi parto, durante todo tu nacimiento, sonríe y habla dulcemente. Se llama Natalia. Dice lo que tiene que decir, lo que necesitas oír, lo que has leído durante meses, y lo dice para que te lo creas, porque es verdad, pero es necesario hacerlo real.  Me explica con voz tranquila que he hecho un gran trabajo, que he llegado a la mitad del camino, que he sido muy fuerte aguantando todos estos días. Que el parto es un proceso fisiológico normal, que hay que darle  tiempo al cuerpo, porque va despacio.  Me da la enhorabuena y a mí se me caen las lágrimas y le doy las gracias. Me dice que me ponga un camisón y que cuando esté vestida me lleva a mi habitación.

Es la número 5. Y me gusta. Nací un día 5 y no sé por qué me parece un buen presagio. Quizá porque hay momentos de la vida donde nos gusta ver signos de optimismo en lo que nos rodea, para poder agarrarnos a ellos, como yo me agarraba a las barras de seguridad de las puertas.  La habitación es amplia, tiene vinilos y la cama no está rodeada de instrumental.  No me siento en ningún momento en un sitio frío e impersonal. Cuando se va, me desnudo y me meto en la ducha, dispuesta a estar ahí el tiempo que necesite. Pero el agua no sale como a mí me gusta. No quema. Sólo está caliente y no me llega a calmar. Entra tu papá, me seca, me ayuda a ponerme el camisón blanco y le pido que apague la luz.

Y entonces sucede. Sucede todo aquello que te han dicho que puede pasar. Sucede todo aquello que has leído que pasa, pero cuando lo vivo, no soy consciente de que está pasando. Entonces me meto en mi planeta parto. Así de fácil. O de difícil. Yo que le doy vueltas a todo, que lo pienso todo mil veces y lo razono de más, apago la luz del baño y no salgo de él en las siguientes cuatro horas. Y cuando lo hago es para ayudar a nacer a mi niña, para ayudarte a salir de dentro de mí.

Me abandono a las contracciones. Las siento. Noto cómo suben, suben, suben y bajan, bajan y se van.  Tu papá, mi compañero de viaje, de vida, de parto, está constantemente a mi lado, y me ayuda. No sé cómo, pero logra anticiparse a mis necesidades muchas veces, otras por lo visto le iba indicando yo cómo hacerlo. Tócame aquí, le decía, me ha contado después, apriétame la mano con mucha fuerza. Sosténme. Y me sostenía. Me dejaba caer sobre sus brazos, me colgaba de él, y me sostenía como tantas otras veces tendrá que hacerlo a lo largo de nuestra vida. Paso las contracciones una a una, sin desesperarme, con los ojos cerrados, sin frío. Las paso de pie, las paso en la taza del wáter, agarrada a las barras de acero que parecen tener todas las tazas de wáter de hospital y que me ayudaron durante horas. Las paso sobre la pelota de pilates, cuando me la sugiere él. Son intensas ahí. Son contracciones redondas, amplias, como la pelota donde me siento. Cuando me duelen mucho pienso “ábrete, ábrete, ábrete”, diciéndoselo a mi cuerpo. Y cuando acaban me figuro que se ha abierto mucho. Entre medias, quizá a las dos horas, Natalia, la matrona, entra en la habitación y se alegra de que esté dentro del baño.  ¿Se ha metido en el baño? ¿A oscuras? Muy bien, muy bien, le dice a tu papá. Entra, me pregunta qué tal y me pide permiso para escuchar tu corazón. Todo va bien. Y me deja. Nos deja. Y seguimos dentro. Sigo dentro de mí, de pie, colgada, sentada, agarrada al lavabo. Llega un momento en que le pido que cuando venga la contracción tire de mi pelvis hacia atrás con fuerza, mientras sentada sobre la pelota yo tiro hacia delante. Me fascina pensar cómo sabe tu cuerpo qué hacer, cómo sabes qué necesitas, cómo eres capaz de encontrar tu postura. Estoy tan cansada que cuando tu padre me toca los riñones me duermo, me duermo, me duermo sentada sobre la pelota de pilates, agarrada a la barra del wáter, siempre agarrada a las barras, como si fueran el hilo conductor de mi parto. Doy cabezazos, me duermo. Y poco después, de repente, me doy cuenta de que ya no puedo más.

No puedo. No puedo, le digo. Sí puedes, me dice él. Si puedes, Vir, puedes con esto y con más. Estamos abrazados, después de una contracción que he pasado colgada de él. Recuerdo mirarle a los ojos, muy cerca, y decirle que no. Que no podía más. Le pregunto la hora. Apenas han pasado tres horas desde que nos metimos en el baño. Pienso que es muy poco tiempo.  A mi mente acuden las frases que he leído, aquellas que dicen que cuando una mujer no puede más es que ya está completa del todo. Pero sé que no es mi caso. Sé que no puede ser verdad. He estado casi tres días para dilatar ni tres centímetros. Más de tres horas para llegar a cuatro. Este es mi límite. Y no puedo traspasarlo. Pienso que hasta aquí he llegado y que hay que cambiar. Le pido que hable con Natalia para pedirle la bañera. Necesito meterme en el agua, probar con el calor, probar que eso me alivia y poder continuar dilatando. No podía más, y ahora sé que no podía más porque había llegado al final.

Viene Natalia y me pregunta qué tal voy. Le digo que no puedo más, que necesito la bañera, que si está libre, que si me la puede dar. Me explica que tengo que esperar un poco. ¿Cuánto? Le pregunto. Un poco, me responde. Supongo que es por aquello de que meterte en el agua demasiado pronto ralentiza el parto. Un poco cuánto, insisto. Lo que tú quieras, me responde. Entonces la quiero ya. Me preguntan dónde me duele y les digo que los riñones. Me duelen mucho los riñones. Y sin embargo el dolor intenso no es ahí, no sé por qué decimos que nos duelen los riñones. Me traen un saquito de semillas caliente.

Natalia se va. Comenzamos a oír el agua que llena la bañera. Estoy de pie. Viene una contracción muy fuerte. Me agarro a él, grito. Noto el mar que cae entre mis piernas. Me gusta. Me agrada, está caliente. He roto aguas. No recuerdo el sonido. Acaso un chasquido. A tu padre no se le olvida. Tiene sonidos y olores dentro de sus recuerdos, sonidos y olores que yo he pasado por alto, quizá embebida de dolor, de concentración. Quizá no procesemos muchos estímulos pariendo. Miro hacia abajo y lo veo. Le digo que avise a la matrona, de repente soy consciente de que tienen que ver el agua. Estoy empapada. Me quito las bragas terribles y la compresa incómoda que llevo desde el  último tacto. Tememos que ahora, con la bolsa rota no vamos a poder utilizar la bañera. Aparece Natalia y la oigo decir “estupendo, son limpias”.  También dice  “por supuesto que podemos utilizar la bañera”. No sé quién recoge el agua. Le pregunto qué es lo que va a pasar ahora. Me responde que ahora las contracciones van a ser “un poquito más intensas”. Gimo y vuelvo a preguntar. ¿Un poquito más intensas? Me responde que sí, que ahora la cabeza da directamente, y yo hubiera querido preguntar cuánto de intensas, cómo voy a poder soportar algo más intenso de lo que ya estoy soportando, pero entonces siento otra contracción y me olvido de todo. Me dice que tranquila y que está llenando la bañera.

Comienzo a encajar las contracciones, y son diferentes. Me hacen gritar. Grito desde dentro, como no he gritado en mi vida. Me da igual quién me oiga cuando estoy gritando. Y entonces me veo empujando. Entonces soy consciente de que he roto la bolsa empujando y le pido a tu padre que vaya a avisar, que estoy empujando. Estoy empujando, estoy empujando. Y no sé por qué empujo, no me planteo que estoy en la fase final. Pienso si empujo antes de lo que debo, pero empujo.

Regresa Natalia y espera mientras yo encajo una contracción con la cabeza apoyada en el marco de la puerta del baño, agarrada a él, gritando desde abajo. Estoy empujando, le digo. Pues empuja, me responde. ¿Aquí? Le pregunto. Donde quieras, sigue respondiendo. ¿Y si se cae? Le pregunto absurdamente. Pues la cogemos, me asegura. Ay, muñeca, qué ingenua, como si pudieras caerte de dentro de mí. Así que me abandono. Empujo de pie, con fuerza, hacia abajo, siempre hacia abajo. Empujar hacia abajo, con fuerza, gritar desde abajo.

Al rato nos avisan de que la bañera está dispuesta. Han pasado cuatro horas desde que nos encerramos en el baño y cruzo a la habitación número seis sin darme cuenta de que estoy en el final del parto, de que me encuentro en la fase de expulsivo. He dilatado unos cinco centímetros en cuatro horas. Camino sin darme cuenta de que queda muy poco para el final. Para verte, abrazarte, conocerte y comenzar a quererte. Cruzo y sé que hay más gente a mi alrededor, Natalia, tu papá y alguien más, y me disculpo por los gritos que estoy dando. Me dicen que no me preocupe, que grite todo lo que quiera, que ahí no me oye nadie, que grite. Vuelve a decir mi matrona lo que necesito oír para sentirme bien. No me imagino cómo puede ser empujar en silencio, sin ayudarte de ese grito interior que parece que te da fuerza.

Me quito el camisón y entro desnuda en la bañera. Está caliente, me pongo de rodillas, me alivia inmediatamente. La siguiente contracción la encajo ya a cuatro patas. Sin pensarlo, sin meditarlo. Sobre todo recuerdo que no quería tumbarme boca arriba, que me dolía más. Le pregunto a Natalia cómo va el proceso, cuánto me queda. Me dice que poco, pero yo necesito saber cuánto exactamente y se ofrece a hacerme un tacto si quiero. Claro que quiero, a mí ya me ha entrado esa impaciencia que forma parte de mi forma de ser, y que ya irás conociendo con el paso de los años, muñeca.  Y cuando oigo “Toco la cabeza” sonrío, o intento sonreír, porque sólo entonces soy consciente de que cuando no podía más ya lo había conseguido,  sí había podido, soy consciente de que estoy en el final del parto, de que esto se acaba y en nada podré estar a tu lado.  Natalia me dice que me relaje entre contracciones, que tome aire, que descanse. Lleva razón. Cuando ve que lo hago, se va y me dice que le avise cuando note que sales. Cruza por mi cabeza la duda. ¿Cómo voy a notar cuando sales? Pero no da tiempo a pensar. Estamos en una habitación cálida, en penumbra, a solas, tu papá y yo. Él me echa agua caliente en la espalda entre contracción y contracción, como yo le he advertido entre dientes. “El agua entre contracción y contracción, no en medio”.  Empujo agarrada a las asideras de la bañera, a cuatro patas, hacia arriba la cabeza cuando grito, cuando aúllo, y hacia abajo conforme va pasando el dolor. Es un dolor diferente, activo, fuerte, potente, desgarrador pero consciente. Y cuando pasa el tiempo, media hora, cuarenta minutos quizá, no lo sé, me doy cuenta de que sales. Le pido a tu papá que avise. A mí me gana la impaciencia y ahora pienso que quizá tenía que haber disfrutado más del proceso, haberme calmado, no desear con todas mis fuerzas que acabara. Duele porque notas el paso. El paso de tu cabeza, de tu cuerpo, abriéndose camino dentro de mí. Mi cuerpo esforzándose en dejarte pasar, tú empeñándote en salir. La vida empujando por nacer.

Viene Natalia acompañada de otras dos matronas. Se ponen detrás de mí e introducen un espejo en el agua, por el que van a ver tu nacimiento. Encienden la luz de la bañera. Yo apenas me doy cuenta de esto, me lo cuenta tu padre después. Y te grito que salgas. Te grito mucho, muñeca. Naciste entre los gritos de tu madre pidiéndote que salieras y preguntándose una y otra vez por qué no salías. Me insisten que sí, que ya vienes, que te ven la cabeza. Tu padre se aleja de mis manos para ir a verte y vuelve emocionado y me dice que te ha visto, que estás a punto de nacer. Pero yo no les creo, como si hubiera marcha atrás, como si fuera mentira que por fin estás aquí. Que sí, Vir, que ya viene. Y yo grito con dolor, con coraje, con fuerza, con mucha fuerza, y empujo, empujo, empujo. Noto el aro de fuego, lo reconozco, palpo, me toco, te toco, ya no queda nada. Y sale tu cabeza. Me lo dicen y me asombra que no salga tu cuerpo después. Me imagino tu cabeza fuera y tu cuerpo dentro de mí y no me gusta. Empujo, empujo, empujo, grito, grito, grito y sales, muñeca. Y meto las manos entre mis piernas y te cojo no sé cómo, mientras me dicen “con cuidado, con cuidado”, y me siento recostada boca arriba, ahora sí, y te pongo encima de mí. Ni siquiera sé por qué lo hago, ni siquiera recuerdo haberlo hecho hasta que tu papá me lo cuenta al día siguiente. “La cogiste tú, Virginia, metiste la mano entre las piernas y te la pusiste encima”, y acudieron a mi mente ráfagas de mí misma buscándote en el agua. Ahí estás. Pequeña, blanca de vérmix, suave, redonda. No lloras. Toses y abres los ojos. Entonces es cuando veo que eres una muñeca. Mi muñeca.


Y este es el fin del  relato del nacimiento de mi hija. O quizá este debería ser el fin, pero tuvimos que salir de la bañera, porque comencé a tener mucho frío y a tiritar. Me ayudaron a salir, a sostener también a la niña. Me pusieron en la cama de la habitación y nos cubrieron a ambas con toallas calientes y ahora sí que tuve que ponerme en la posición del potro. Comenzaron a coserme y comencé a quejarme. Yo me había preparado mentalmente para el parto, pero aquello me dolía mucho, mucho. La niña encima de mí, mientras yo lloriqueaba y me sentía muy ridícula, porque no entendía cómo podía haberla parido a pelo y estar quejándome así porque me cosían. No hacía nada más que preguntar cuánto faltaba y ellas me decían que poco, pero no acababa. Temblaba muchísimo, tenía mucho frío, me costaba sostener las piernas abiertas y juntaba las rodillas. Mi matrona se despidió de mí, ahora supongo que su turno habría acabado hace ya tiempo y alcancé a darle las gracias varias veces. Me gustaría hablar con ella ahora, la verdad. A mi alrededor había gente en la cama. Yo sólo quería que me dejaran a solas, tranquila. No entendía que tuvieran que coserme, que se tardara tanto, que me doliera aunque me hubieran puesto anestesia local. Ellas me explicaban que era necesario coserme el desgarro, que no podían dejarme así y racionalmente llevaban razón, pero yo estaba muy cansada… y sentía un dolor que ya no podía o no quería soportar. No era un dolor de parto, sino un dolor superficial, de piel, pequeño, agudo, localizado. Me preparé para parir, pero nunca esperé que después algo me doliera. Oigo de repente que hablan entre ellas y les pregunto qué pasa. Me cuentan que ha pasado una hora desde que di a luz y la placenta no ha salido. Que tiene que salir. Me explican que van a ayudarme empujando la barriga, que yo tengo vacía, descolocada, triste. Siento pequeñas contracciones. Empujo de nuevo mientras me aprietan la tripa, una vez, dos veces. Es desagradable y la placenta no sale. Noto que me mareo, estoy perdiendo el sentido y lo digo. Rápidamente ponen la cama posicionando la cabeza hacia abajo y escucho que quieren ponerme una vía. Una vía no, una vía no, les digo yo con la lección aprendida, como si la vía fuera el fin del mundo, como si ponerme la vía fuera el principio de una serie de hechos por los que yo no quería pasar. Acceden pero me dicen que tienen que avisar al equipo de ginecólogas. No, no, imploro yo de nuevo, sintiendo que algo se me está escapando de las manos, que esto no tenía que pasarme, que todo había salido bien. Me explican que tienen que hacerlo, que la placenta tiene que salir y  me doy cuenta de que llevan razón, es así.  Me piden permiso para dejar a la niña con el padre. La separan de mí y él se quita la camiseta, para hacer el piel con piel.

Pienso cosas muy rápido. Sobre todo pienso “como mi madre, como mi madre, como mi madre”. A ella tampoco le quería nacer la placenta. Intento mirar hacia delante y veo al fondo a mi compañero, con una cosa muy pequeña que es mi niña, que ahora llora y llora sin parar. Le miro y nos miramos y sé que pensamos lo mismo: si te separan de tu bebé algo va mal. Sé que recordamos el relato de una compañera de El Parto es Nuestro, no recuerdo el nombre, que parió con Gaia y tuvo una gran hemorragia después, como su madre. Nos impresionó mucho. Y le miro y sabemos que algo va mal. Viene el equipo de ginecólogos. Las matronas no quieren hacerme empujar más porque me he mareado. El único hombre que entra en la sala me ofrece entonox y lo rechazo, piensa que me he mareado del dolor. Pero yo sé que es de cansancio, de días durmiendo mal, de comer poco, de dar a luz. Me dice que si no sale la placenta tienen que dar otros pasos. Pregunto que cuáles y me dice que tengo que ir a quirófano. Me siento aterrorizada. Me lo dice sin empatía, no como el resto de matronas con las que he estado de manera constante. Se me derrumba el día. Después de haber llegado hasta aquí, ¿Cómo voy a ir a quirófano? ¿Cómo van a ponerme la epidural? ¿Qué me van a hacer? Miro hacia mis piernas y veo a la ginecóloga, le digo que espere, que voy a empujar, que no me voy a marear. Me mira y accede. Me dice que venga, que lo vamos a intentar. De repente soy consciente de que me han puesto con la cabeza hacia abajo. Así no puedo. El miedo me hace pensar con lucidez y le pido a la matona que tengo al lado que me sujete la cabeza. Y entonces, de nuevo, empujo. Pero empujo de verdad, hacia abajo, con todas mis fuerzas, como si estuviera sacando a mi niña de nuevo. Ella presiona mi barriga y noto que sale algo redondo, suave, fácil. Todo el mundo está muy contento. Ha salido la placenta. Antes no empujaba para sacar algo tan grande. Es grande. Recuerdo cuando al mes y medio  de embarazo tuve una pérdida de sangre y me dijeron que era un desprendimiento de la placenta. Cómo rogué que se pegara a mí, cómo lo rogué una y otra vez… tanto que ahora no se quería despegar.  La ginecóloga se va. También el ginecólogo o lo que fuera, que había entrado con ella. Me cae mal. Me limpian, acaban, me devuelven a la niña. Se van. Y nos quedamos los tres solos. Por fin. Yo con miedo en los ojos, él con lágrimas y nuestra hija encima de mí, sin llorar, segura y tranquila por fin, enganchada a la teta. Enganchada a mí.

Dicen que la forma de nacer determina la vida, la personalidad. No sé si creerlo o no, pero tenía claro que quería darle la mejor forma de llegar a este mundo a mi hija. Quería acompañarla en todo el proceso, ser consciente cada instante, dejarla decidir su momento y entender que mi parto era su nacimiento.  Como tantas veces leí, he podido. Tantas veces me dijeron “tu cuerpo sabe parir” y era verdad. Ahora me siento tranquila, he podido. Se puede. Ya dan igual todas las veces que tuvimos que justificar nuestra decisión. Da igual porque he podido parir a mi hija como yo quería, sin acelerar el proceso, sin estar boca arriba y con las piernas abiertas en una cama, sin luz, sin gente extraña y diferente, sin que me ofrezcan la epidural como solución a todo, sin ralentizar mi parto por ella, sin aumentar el riesgo de llegar a cesárea.  Parir a mi hija como yo quería. Eso es lo que deseo para todas las mujeres, que den a luz como quieran, donde quieran, en la postura que les plazca. Que decidan ellas como sujetos activos de su parto. Decidan lo que decidan. Mi niña decidió nacer en domingo. Dicen que nacer en domingo da buena suerte, que los niños que nacen en domingo tienen buena estrella. No sé si creerlo o no, pero me gusta aferrarme a esa idea. Naciste en domingo, muñeca. Vas a tener buena suerte.


Virginia Gijón
NOTA- Las imágenes de cuadros son de una fabulosa artista canadiense. Amanda Greavette No dejéis de ver su obra, es espectacular.


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